Una ciudad que despierta, una guardia que cambia de relevo, un Centro Habana que se va vaciando extrañamente sin sonido para
iniciar las labores de trabajo. La
mañana se impone y con ella los gritos de mujeres en tubos, las máquinas, las guaguas pero la voz de los
hombres permanece muda, insonora.
Es el principio de la película Suite Habana del director cubano
Fernando Pérez. Elocuente inicio
de imágenes que esbozan la nimiedad del hombre frente al destino, frente al
mundo y las enormes máquinas transformadoras del paisaje; incluso del paisaje habanero.
Sin embargo las diez historias que se narran a lo largo del filme se van
diluyendo y terminan por volverse melodrámaticas a pesar de la promesa inicial.
En
realidad la película revela mucho del sentir cubano hoy. Un aislamiento de casi medio siglo, altos
niveles de educación y un discurso maniqueísta (los malos están allá afuera) han forjado una identidad muy
peculiar y poderosa (basta el milagro cultural para darse cuenta: el mayor
número de escritores y de músicos en el continente para un pedacito de tierra). Los cubanos, como cualquier otro pueblo
incapaces de mirarse, se siente víctimas o héroes del mundo y el relato de los
diez personajes lo confirma. Son
héroes de Centro Habana, el barrio de mayor negritud y densidad poblacional, frente a la adversidad: como el zapatero
de vestir impecable a la hora de la farándula o el blanquísimo enfermero trasvesti
de lentejuela y zapatos rojos; como el payaso de fiestas infantiles que vive de
la medicina o aquel saxofonista que de día funge como mecánico ferroviario;
como la vendedora de manís (la cacahuatera) que desesperanzado es su día como su noche.
En la mayoría de los casos la doble
vida enaltece la rutina laboral. Esos
hombres salidos de las ruinas, imágenes repetitivas del malecón golpeado por la
marejada, se subliman al contacto de sus verdaderas pasiones artísticas: la
actuación, el baile, la danza, la música o los lentes de John Lenon. Sublimación que sólo es posible en un
país pobre como Cuba porque los Olvidados, en otras latitudes, no pueden redimirse. Buñuel, menos complaciente que el
director cubano, hizo de su personaje con doble vida, estelarizada por Catherine
Deneuve, una crítica a las pasiones del individualismo, un fatalismo de
posguerra que perdurara a lo largo del siglo. Bella de día más que un clásico fue una profecía.
A
esta viñeta de personajes dobles se añaden los dramas de época: el desamparo del
viejo; el niño enfermo (con síndrome de Down), el conflicto del exilio (en Cuba
cada cierto tiempo un ciudadano recibe “el bombo”, un fólder amarillo que
contiene la posibilidad legal de salir del país y viajar a Miami. Es el caso del personaje.) y, la
propaganda como remanente de lo que un día fue lucha legítima y promesa. Realidades políticas y sociales del
mundo moderno, sin excluir países.
Lo
leí, decíamos; hoy en cambio afirmamos: salió en la tele... Huelga decir que la película en Cuba disfrutó
del fenómeno de espejos que en México se dió con imágenes mucho menos poéticas
como el Big Brother. “Yo he
vívido esto pero ahora que lo veo en la tele me doy cuenta que es real.”. Curioso que en una sociedad menos
mediatizada como la cubana el hecho se repita: la imagen vuelve las cosas
suficientemente reales para la indignación o la apatía.
Fernando
Pérez logra un buena película de pinceladas poéticas y ciertas críticas con
aires exquisitos pero, a diferencia del cineasta español, prefiere el final fácil, de lagrimeo. Una película, a pesar de todo,
interesante.
Suite Habana
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